Sin lugar para los duelos. Por Valentina Minieri
En la radio suena “Qué es lo que pasa? Qué es
lo que pasa? A la ex no se la llora; ¡uno la reemplaza!”. El que canta es Daddy
Yankee. Trato de imaginármelo haciendo lo que dice que no va a hacer, llorar
por un amor perdido, dar muestras de tristeza, extrañarse del mundo exterior y
dejar de componer. De eso se trata, poco más o menos, en las exteriorizaciones
de un duelo, de acuerdo con la precisa observación que nos ofrece Sigmund Freud
en 1915.
La
verdad es que cuesta imaginar al
popular cantante en duelo. Los ídolos de multitudes no acostumbran dejar ver su
dolor, menos aun si es un dolor que persiste en el tiempo; tampoco el resto de
nosotros lo hace habitualmente, ni en las redes sociales ni en otros
intercambios cotidianos. Soportar el dolor de una pérdida no parece tener valor
social.
“Lo
importante es que vos estés bien”, como nos dicen siempre los amigos. Se hace
cada vez más difícil estar mal, aunque valga la pena. Está mal visto.
La letra de la canción lo dice exactamente: “A
la ex no se la llora, uno la reemplaza.” Casi una orden.
El
duelo es ese trabajo psíquico que los seres humanos hacemos cuando nos enfrentamos
con la pérdida de alguien o algo amado. Se hace necesario el duelo para poder
perder ese objeto de amor en lo psíquico. Porque una vez que se constata que ya
no está en la realidad “material”, tendremos que resignarlo en la psique, registrar
esa pérdida para liberar nuevamente la energía psíquica, la libido, que estaba
atada a ello.
Pieza
por pieza, cada pequeña cosa, cada recuerdo y cada expectativa que haya estado
ligada al objeto de amor perdido.
No
es sólo a otro que se pierde, perdemos también algo propio, lo que fuimos para
ese otro. “Sólo estamos en duelo por alguien de quien podemos decir: yo era su falta”, en palabras del psicoanalista francés Jacques
Lacan.
Elaborar
un duelo implica estar mal entonces, o estar triste y no querer saber nada con
nadie. Hacer, quizás, algunas cosas con valor ritual de acuerdo con las
creencias que sostenemos… Hacer esas pequeñas cosas, imperceptibles a la mirada
de terceros, que son como ritos personales con los cuales cada uno se despide y
coloca un mojón en el relato de su propia historia: lugares, recorridos, las
fotos, las canciones… Esto será por última vez, aquello ya no será como antes,
aquí es donde comenzó, allí no volveremos.
El
trabajo de duelo se realiza con una inversión muy grande de tiempo y energía. Cuando
termina, el yo vuelve a estar en condiciones de amar y trabajar –que en eso
consistía, vale recordarlo, la salud mental para Freud.
Pero
no está fácil en nuestros tiempos, en los que se hace un deber del disfrutar. Y
no sólo hay que ser feliz, hay que ser más feliz que antes.
“¡Salgamos
a festejar tu divorcio!” le dicen los amigos a alguien que se queda pensando…
“Pregunta
mi marido si es normal que yo siga llorando todos los días” me dice una mujer
que perdió un embarazo que había buscado mucho. ¿Pero cuánto hace que lo perdió?
No se han cumplido tres meses.
¿Y
cuántas veces evitamos que los niños sepan, que entren en contacto con el hecho
doloroso de una muerte, por ejemplo, o de otras pérdidas?
¿Cómo
podría el “espíritu” de nuestra época, la subjetividad de la época, acompañar un duelo? Parafraseando el nombre de
la película, no hay lugar para los duelos.
Porque
se trata de la pérdida. Nuestra época se caracteriza por una gran dificultad
para registrar una pérdida. En la lógica de fondo de las relaciones en las que
vivimos, en su estructura, está lo que Lacan pudo mostrarnos, que el discurso
capitalista rechaza lo imposible intrínseco a la castración. Es de eso de lo
que estamos hablando. Se rechaza la posibilidad de simbolizar las pérdidas, de reconocer
nuestros límites propios de seres humanos, seres hablantes, mortales, que
tenemos un cuerpo sexuado.
Por
otra parte los rituales que ayudarían a elaborar,
a simbolizar lo perdido, que todas las culturas han tenido, se han reducido
drásticamente, han dejado de existir o son obstaculizados por el supuesto bien
del sujeto y con alguna idea relacionada con la felicidad.
Pero,
como está escrito en el célebre artículo de Freud: “Hasta tanto se realice ese
trabajo, la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico”. No poder
asumir lo muerto como tal, lo perdido como tal, tiene otros efectos. Sujetos
que actúan en forma precipitada, irreflexiva, todo el tiempo o se ponen permanentemente
en riesgo, o se llenan de extraños síntomas en el cuerpo, o no pueden evitar
perder dinero y bienes materiales en forma constante, o de alguna otra manera
revelan que siguen cargando con un duelo sin resolver, semimuerto pero aún lo
bastante vivo para hacerse sentir.
Algunos
eligen otro camino, el de identificarse a lo perdido, al modo de la melancolía.
Quienes abrazan esta opción no necesitan resignar lo perdido, dado que, en
lugar de eso, se pierden ellos mismos. No lo abandonan; se abandonan ellos. Si
ese proyecto político no pudo ser, nada será; es la depresión permanente y la
lamentación; no se puede hacer nada nuevo. Si el amor no pudo ser con ella, ya no
será con nadie, no volverán a amar y se entregarán a una vida miserable en la
que nada vale la pena. Es una solución que exige un alto precio porque, bien
mirada, esa vida no es vida. Es el triunfo de la pulsión de muerte.
Quiero citar para terminar
este comentario de Jorge Alemán, psicoanalista argentino radicado en España,
cuando le preguntaron qué le debía al psicoanálisis: “Haber aprendido a perder.
¿Qué es la vida para el que no sabe perder? Pero saber perder es siempre no
identificarse con lo perdido. Saber perder sin estar derrotado. Le debo al
psicoanálisis entender la vida como un desafío del que uno no puede sentirse víctima.”
Bibliografía:
-Freud Sigmund. Duelo y
melancolía. (1915).
-Lacan Jacques. El Seminario.
Libro X. (1962-63).
El
Seminario. Libro XVII (1969-70)
Conferencia
en Milán (1972)
Publicación realizada el miércoles 1 de Marzo
en el Diario Tiempo Fueguino
y en Red 23